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Celestina

 

 

Cuando terminaba su trabajo en el mercado, Teresa nos llevaba a Ramón y a mí a la Casa del Pueblo, donde esperábamos a que papá y Anastasio acabaran en la fábrica y vinieran a recogernos. Era una suerte de casa comunitaria de los trabajadores creada por el Partido Radical, con salas de reuniones, aulas, una biblioteca y un café. Teresa compraba comida en la cooperativa y nosotros dedicábamos el resto de la tarde a ver una producción teatral o nos apiñábamos juntos en uno de los bancos de madera de las salas de instrucción, mientras luchábamos con los rudimentos de la lectura y la escritura que se enseñaban en clases gratuitas. A pesar de la falta de concentración causada por nuestros vientres desnutridos, los tres hacíamos todo lo posible para mejorar. «Celestina Sánchez», escribía yo una y otra vez con letras grandes e irregulares.

Cuando nuestra madre estaba viva y ganaba un poco de dinero en una fábrica explotadora, papá había mandado a Ramón a una de las escuelas subvencionadas por el Ayuntamiento en las que daba clase el clero. Pero cuando mi hermano volvió a casa un día con un ojo a la funerala porque no había resuelto con suficiente celeridad un problema de matemáticas, mi padre lo sacó de allí. Después de aquello, papá se afilió al Partido Radical y así fue como conocimos a Teresa.

Nunca hubo otra cosa entre papá y Teresa que una amistad basada en el sufrimiento compartido. Pero era evidente que mi padre respetaba a la florista. «Haz todo lo que Teresa te diga —me aconsejó—. Tiene sentido de orientación.»

A pesar de la admiración que sentía por Teresa y de su entusiasmo por las reformas que proponía el Partido Radical, mi padre no había abandonado del todo la idea de Dios. Seguía habiendo crucifijos colgados encima de nuestras camas. En cambio, entendía la diferencia entre el culto a un ser divino y el comportamiento del clero español. Compartía la indignación de Teresa ante el hecho de que los conventos y monasterios de Barcelona estuvieran entre los más ricos del mundo, y prosperaban con acciones e inversiones mientras los pobres perecían a su alrededor.

—El verdadero mal que aflige a la humanidad proviene de la religión —decía Teresa—. ¿Os habéis fijado en que en Barcelona un obrero nunca saluda a un cura en la calle? Nunca intercambian una mirada. Es porque los conventos y los monasterios son nuestra ruina. No pagan tributos, por lo que todos los demás vecinos del distrito tienen que compensar la diferencia. No pagan impuestos por su mano de obra huérfana, así que todas las lavanderas y bordadoras se quedan sin trabajo.

 

Nuestra vida continuó con la monótona rutina del mercado de flores, la Casa del Pueblo y después a casa y a la cama… Hasta un día de julio en el que todo cambió para siempre.

Papá y Anastasio no volvieron de la fábrica a la hora que acostumbraban. Teresa tenía que dirigir una reunión de las Damas Rojas en la sala comunitaria y no tuvo otra elección que llevarnos a Ramón y a mí con ella.

Las mujeres movieron las sillas de madera hasta formar un círculo cuando vieron llegar a Teresa. Reconocí a algunas de ellas como habituales de la Casa del Pueblo. Había algunas intelectuales, maestras de las escuelas racionalistas, pero la mayoría de las mujeres eran obreras de fábricas semialfabetizadas, de frente arrugada y dedos artríticos retorcidos. Estaba Juana, que trabajaba en una fábrica de chocolate y cuya ropa olía siempre a cacahuetes y cacao, y Pilar, una pescadera cuyo pelo y ropas grasientos hedían como el puerto con la marea baja. También estaba allí Núria, la del matadero, que apestaba como un cementerio, con las uñas de las manos y los zapatos manchados de sangre. Ramón y yo siempre hacíamos todo lo posible para no sentarnos a su lado en las clases de lectura. Aunque no podían votar, las Damas Rojas estaban decididas a que hubiera un cambio. Eran temibles en las acciones de masas y se ponían en primera línea en las huelgas. Contaban con el hecho de que era menos probable que la policía abriera fuego contra mujeres que les recordaban a sus madres. Por lo general, tenían razón, pero no siempre.

Teresa abrió el debate.

—Llevamos años esperando el cambio. Las reformas de Maura están estancadas en las Cortes. Nada ha resultado de las promesas de gobierno representativo. Casi la mitad de los hombres y un tercio de las mujeres de las fábricas de tejidos de Barcelona y del valle del Ter han sufrido el cierre patronal. Ha llegado la hora de que nos ocupemos nosotros mismos de las cosas.

Su intervención provocó una profusión de voces, tanto murmullos de acuerdo como gritos de protesta. Aunque yo no podía comprender la mayor parte de la discusión en la sala caliente y abarrotada, estaba claro que había tensión en el aire.

Una mujer con un niño de pecho en los brazos se puso de pie.

—¡No podemos hacer nada! Somos demasiado pobres. España no puede competir con los Estados Unidos en el mercado del algodón, por eso están cerrando las fábricas. ¿Cómo va a ocuparse de las cosas una gente que no tiene donde caerse muerta?

Paquita, una mujer esbelta que trabajaba como maestra en la Escuela Moderna, respondió:

—Todo lo contrario, España es un país rico, pero el dinero está en manos de unos pocos. Si el dinero se compartiera equitativamente, en vez de que la mayoría de los españoles vivan en la pobreza, podría crearse un mercado interno. Si eso llegara a suceder, lo que ocurre internacionalmente no afectaría a España de manera tan drástica.

—Eso es muy noble —dijo Teresa, caminando de un lado a otro de la sala—. Pero no es realista, Paquita. ¿Cómo vamos a convencer a los ricos de que compartan su riqueza sin el empleo de la fuerza? La única manera es coger esa riqueza para nosotros mismos, en una revolución.

—La revolución es ir demasiado lejos —replicó Carme, otra maestra—. Tenemos que hacer una huelga general en todas las industrias y en todas las ciudades. Si los trabajadores de la industria textil son los únicos que hacen huelga, los dueños de las fábricas se limitarán a llevar esquiroles. Pero si el país entero se une y va a la huelga, los pondremos de rodillas.

—Eso te resulta fácil decirlo a ti, Carme —dijo en tono de burla la mujer que llevaba al niño—. Tú no tienes hijos. Los obreros no pueden permitirse ir a la huelga. Ya hay algunos días que no comemos. Nuestra familia necesita cinco pesetas al día para subsistir, pero incluso con mi marido y yo trabajando de la mañana a la noche, lo más que llegamos a ganar son cuatro. —La mujer guardó silencio un instante y respiró hondo antes de continuar—. Perdí a mi pobrecito Ignacio porque no pudimos costearnos los medicamentos.

—Hará falta algo más que una huelga para salvarnos —dijo una voz de hombre.

Todas las miradas en la sala se volvieron hacia la puerta, donde papá estaba con Anastasio. Mi padre tenía la cara pálida, afligida. Era el mismo aspecto que tenía la noche que murió mi madre.

—Están llamando a filas a los reservistas para mandarlos a Marruecos —dijo.

Gritos de horror resonaron en toda la sala. Desde hacía varios meses, las escaramuzas entre las tropas españolas en Marruecos y las tribus rifeñas se habían intensificado. España tenía un mandato internacional en Marruecos y se temía que los franceses, que también tenían intereses en el Rif, se hicieran cargo del protectorado si el ejército de España resultaba incapaz de mantener el orden. No fue hasta más tarde cuando llegué a entender la política. Lo que vi aquel día, por la manera en que mi padre tenía agarrado a Anastasio por los hombros, fue que tenía miedo de que no solo enviaran a Marruecos a los reservistas, sino también a los reclutas.

Me acordé de Amadeu, que había perdido las piernas en Cuba: ahora no le quedaba otra opción que mendigar. Recordé sus palabras: «Cuando nuestras pobres familias nos despidieron en el muelle, nos decían adiós para siempre a la mayoría de nosotros». Sentí que se me venía encima algo que no comprendí: una premonición de catástrofe.

Las mujeres que estaban a mi alrededor corroboraron mi temor. La situación de los soldados que habían regresado de las guerras en Cuba y las Filipinas permanecía grabada en la memoria de muchas de ellas.

—¡Van a llevarse a nuestros maridos otra vez! —gritó Juana—. Pero Antoni ya ha servido. Nuestro hijo pequeño no ha cumplido todavía un año.

La mujer del bebé frunció la boca y luego preguntó:

—¿Como la última vez? ¿Sin medio alguno para que una esposa y unos hijos vivan mientras sus hombres están lejos?

—Y sin indemnización por discapacidad —dijo Teresa con los dientes apretados—. Como el pobre Amadeu.

—¿Y nuestros hijos? —gritó otra mujer—. Mis gemelos acaban de cumplir dieciocho años. Los han llamado a filas para hacer la instrucción militar.

—Solo son los reservistas por ahora —dijo Anastasio en tono grave—. Dicen que solo es para labores de policía. Pero por el número que están llamando a filas, parece que esperan combates intensos. Sospecho que es cuestión de tiempo que nos llamen a los demás.

—Pero si puedes pagar, no se llevan a tus hijos —añadió papá—. Puedes conseguir que los eximan de la instrucción militar. —A pesar de todo lo que había sufrido en su vida, era la primera vez que mi padre hablaba en un tono tan amargo.

—¿Cuánto hay que pagar? —preguntó una mujer de cabello hirsuto que sobresalía en todas las direcciones—. Me venderé a mí misma si con ello salvo a mis hijos.

—Mil quinientas pesetas —respondió papá.

La sala se sumió en un silencio indignado. Era más dinero del que ninguna de aquellas mujeres ganaría en tres años; para algunas, más de lo que lograrían en toda su vida laboral. Muchas de las mujeres tenían varios hijos. Aun en el caso de que, por algún milagro, pudieran conseguir mil quinientas pesetas, ¿a qué hijo escogerían para salvarlo?

—¿Quién puede pagar eso? —dijo la mujer del cabello hirsuto, con una mirada de desconcierto en los ojos—. ¿Quién puede pagar semejante cantidad de dinero?

—Los ricos, por supuesto —dijo Teresa, al tiempo que se cruzaba de brazos—. Si eres de la burguesía, puedes echar mano de tus ahorros o pedir un préstamo. Pero, para los ricos, mil quinientas pesetas no es nada. Para ellos es como un estornudo. La senyora Montella gasta más que eso al año en flores.

—¿Nuestros hombres van a ser sacrificados —dijo Juana, en voz tan baja que tuvimos que esforzarnos para oírla— para que las esposas de los magnates del hierro puedan decorar sus mesas con flores?

Un pesado velo pareció descender sobre la sala, como si las mujeres se enfrentaran a la inutilidad de su existencia. Y allí estaban, luchando para ganarse la vida, luchando para alimentar a sus familias, luchando para mejorar ellas mismas aprendiendo a leer y escribir, incluso luchando para construir una sociedad mejor y más justa. Pero todo era inútil. Al final, cuando nuestras vidas se comparaban con las de los ricos, las nuestras no valían nada.

 

Inmediatamente después de publicarse en la Gaceta oficial el decreto por el que se llamaba a los reservistas al servicio activo, se movilizó a la Tercera Brigada Mixta en Cataluña. En Madrid estallaron protestas contra la guerra cuando después se llamó a la Primera Brigada Mixta, que se había establecido en esa ciudad.

Aunque la prensa sufría censura, los rumores acerca de la situación en Marruecos abundaban. Decían que el ejército español había provocado deliberadamente a las tribus locales para que entraran en combate: así los oficiales podrían recibir su paga de combate; los soldados españoles huían por la acción de las guerrillas rifeñas; el Gobierno, que hasta ahora se había mostrado reacio a combatir en Marruecos, tenía que enviar tropas por los jesuitas, que tenían intereses en las minas del país. Este último rumor sirvió para inflamar los sentimientos anticlericales de la población trabajadora.

—Deberíamos apuntar nuestros fusiles contra el clero, no contra los rifeños —dijo Teresa a las mujeres de las Damas Rojas—. Los rifeños están tan oprimidos como nosotros. España no tiene derecho a esquilmar sus tierras.

—¿Por qué no mandamos a los curas a combatir en lugar de a nuestros hombres? —sugirió la senyora Fernández, nuestra vecina—. No tienen familia y a nosotros no nos sirven para nada.

Durante unos pocos días llenos de esperanza, pareció que solo llamarían a los reservistas, pero después Anastasio recibió unas notificación para que se presentara en los cuarteles de Barcelona. Ante mi sorpresa, mi fogoso hermano se tomó la noticia con estoicismo, como si las injusticias fueran lo que le había tocado en suerte en esta vida. Fue papá quien se puso hecho una furia.

—Tienes que irte a Francia —le dijo—. He hablado con un hombre que te sacará de España esta noche.

—¡No! —dijo Anastasio, poniéndose de pie de un salto—. Si huyo, te meterán en la cárcel. ¿Y qué será entonces de Ramón y Celestina? Se quedarán en la calle. No digas ni una palabra más de este plan… ¡a nadie!

Tras la negativa de Anastasio a desertar, papá pareció envejecer aún más. Las líneas de preocupación alrededor de sus ojos se ahondaron y caminaba con los hombros encorvados. Anastasio pasaba de aislarse a abrazarnos a Ramón y a mí con tanta fuerza que nos hacía daño.

—Cuidarás de Celestina, ¿verdad, hermanito? —preguntó a Ramón el día que tenía que presentarse en el cuartel—. ¿Estarás siempre pendiente de ella?

Ramón asintió en actitud solemne, aunque su cara mostraba la misma mirada perdida que papá.

Pensé en las hermosas facciones de Anastasio y en su poderoso físico.

«Estará bien», me dije. Pero en mi fuero interno me estaba desmoronando.

Cuando fui al mercado de flores, busqué a la mujer gitana del pañuelo de color carmesí. Quería formular un deseo para que Anastasio volviera a casa sin ningún percance, sin importar lo perversamente que me concediera el deseo. Pero no pude encontrarla.

La fecha fijada para el embarque de Anastasio era el 18 de julio, domingo. Esa tarde hacía calor y el aire en casa era sofocante. Hilos de sudor me bajaban por el cuello, aunque acababa de lavarme. Teresa vino a nuestra casa con un vestido nuevo para mí.

—Tienes que ponerte guapa para tu hermano —me dijo—. Le levantará el ánimo.

Aunque el vestido estaba hecho de un algodón de poca calidad, tenía unas bonitas mangas de obispo y rosas bordadas en la falda. Estaba tan acostumbrada a mi viejo vestido remendado que cuando me lo puse me sentí como una princesa.

El batallón con el que Anastasio viajaba a Marruecos debía desfilar bajando por las Ramblas a las cuatro y media de la tarde. La atmósfera en la calle era sofocante, el aire estaba cargado de la humedad opresiva que anunciaba una tormenta eléctrica. Las Ramblas ya estaban abarrotadas cuando llegamos. No solo había familias de los reservistas y los pocos desafortunados reclutas, sino también transeúntes que habían salido a dar su paseo del domingo por la tarde. Tantos cuerpos apretados juntos generaban un curioso aroma que era una mezcla de agua de lavanda y jabón de rosas, transpiración y estiércol de caballo.

Encontramos un sitio ente la multitud.

—¡Ahí vienen! —gritó alguien.

Al volvernos vimos a los soldados, que bajaban desfilando por el paseo, escoltados por una guardia policial. La gente comenzó a llamar a sus maridos, hijos y padres. Un niño se adelantó y corrió delante del batallón. Su padre lo vio y se lo subió a los hombros mientras su esposa cogía el fusil del marido y desfilaba a su lado. Un policía se adelantó para llevar de nuevo al soldado a la fila, pero otro policía lo contuvo.

—Solo por la gracia de Dios no nos envían con ellos —le oí decir—. Deja que estén un poco más.

Más mujeres y niños salieron para caminar con los soldados. Divisé a Anastasio. Agarré a Ramón por el brazo y saltamos en su busca, seguidos por Teresa y papá. Anastasio sonrió al vernos. Me subió a hombros mientras Teresa llevaba su fusil, y Ramón lo agarró del brazo. Papá caminaba a su lado, rodeándole la cintura con el brazo.

La disciplinada formación se había convertido en una muchedumbre de soldados y sus familias avanzando en dirección al puerto. Los hombres parecían resignados con su suerte, pero las mujeres lanzaban miradas furiosas a quienes se habían quedado entre la multitud, contemplando el desfile. Los espectadores parecían incómodos al ver a madres, esposas y hermanas empuñando los fusiles.

Cuando llegamos al puerto, había más policías y soldados esperando para supervisar el embarque. El gobernador de Barcelona y el capitán general también estaban allí, pero fue la visión del vapor de casco negro, el Cataluña, con sus tres mástiles y su chimenea alzándose por encima de nosotros lo que hizo entender a la multitud el motivo por el que se enviaba a los hombres a Marruecos. El buque era propiedad del marqués de Comillas. Era la misma embarcación que había llevado a aquellos desventurados soldados a Cuba once años antes.

—Que el marqués mande a sus hijos —susurró una mujer—. Que vaya Güell.

—¿No tienen los Montella un hijo? —preguntó otra—. ¿Por qué no lo mandan a él?

Las autoridades militares que estaban en el puerto ordenaron que los civiles y los soldados se separasen. Esposas y madres se apartaron llorando.

Anastasio abrazó a papá, a Teresa y a Ramón antes de bajarme de los hombros. Me agarré a su cintura.

—Celestina, si no dejas que me vaya, ¿cómo volveré? —preguntó acariciándome la mejilla.

Miré a mi hermano a los ojos. Incluso estaba más guapo de lo habitual. A regañadientes, lo solté y dejé que se alejara, pero mientras lo hacía sentí que algo en mi corazón se rompía.

Incómodas por la presencia de aquella multitud, las autoridades militares hicieron pasar a los soldados hasta la pasarela. Los hombres subieron a bordo del barco y formaron en la cubierta, debajo de los doseles. Cerca de la pasarela, vestidas con sus galas de domingo y entregando cigarrillos y medallas religiosas, estaban las damas de la alta sociedad de Barcelona. Eran las mujeres que habían salvado a sus hijos de sus obligaciones militares mediante el pago de mil quinientas pesetas. Entre la multitud que estaba detrás de ellas, divisé al ama de llaves y a la primera doncella de la senyora Montella.

—Ni siquiera se ha dignado a venir en persona —oí decir entre dientes a Teresa.

Una de las mujeres, tocada con un sombrero resplandeciente con plumas de avestruz, se adelantó hacia Anastasio.

—Bendito seas, joven, por luchar por nuestro país —dijo al tiempo que le entregaba una medalla.

Anastasio la cogió de su mano y la arrojó al agua. Otros soldados hicieron lo mismo.

Sentí que algo se movía a mi lado. Al volverme vi a Teresa, con la cara colorada y el cuerpo que parecía varios centímetros más alto. Era como si se hubiera prendido fuego. Se precipitó hacia la mujer del sombrero, agarró la bandeja de medallas y se la tiró a la cara. La mujer retrocedió tambaleándose, perdió el equilibrio y se cayó de culo.

—¡Los ricos pagan con su dinero y nuestros pobres hombres pagan con su sangre! —gritó Teresa mirando desde arriba a la mujer, que rompió a llorar.

Las damas de la alta sociedad que estaban a su alrededor se amilanaron y se apartaron de Teresa, que las miró con desprecio antes de dirigirse a los familiares de los reservistas y reclutas:

—¡Si los ricos no van, nadie debería ir! —gritó.

A su protesta le siguió un silencio sepulcral. Parecía que estaba completamente sola en su indignación. Entonces la voz de otra mujer se elevó de entre la muchedumbre.

—Eso es verdad: ¡o todos o ninguno! Si de verdad vamos a combatir por España, tienen que ir todos. ¡Ricos y pobres por igual!

Mi padre se separó un paso de mi lado y levantó el puño.

—¡O todos o ninguno! —gritó.

Ramón y yo nos unimos a él, repitiendo aquellas palabras hasta quedarnos roncos. Otras voces, ásperas y feroces, se alzaron entre la multitud. Algo semejante a una corriente eléctrica recorrió la concentración. En cuestión de segundos toda la muchedumbre entonaba:

—¡O todos o ninguno! ¡O todos o ninguno!

Juntos, comenzamos a avanzar.

Inquieto por aquella muchedumbre que se dirigía en tropel hacia el barco como un enjambre de abejas, el capitán general ordenó izar la pasarela. El vapor se elevó de la chimenea mientras el Cataluña se preparaba para alejarse del puerto.

—¡O todos o ninguno! —gritaba la muchedumbre que se dirigía apresuradamente hacia el buque que zarpaba—. ¡Tirad vuestras armas!

Alcancé a ver a Anastasio agarrado a la barandilla y observando el caos que había en el muelle mientras el barco se hacía a la mar. Hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Ramón, cuida de tu hermana!

Dijo algo más, pero su voz quedó ahogada por los bramidos de la muchedumbre que empujaba contra los policías.

El capitán general ordenó a sus hombres que abrieran fuego. Los soldados levantaron sus fusiles y dispararon descargas al aire. El ruido fue ensordecedor. Una bala rebotó en un poste y pasó silbando cerca de mi oído. Las mujeres chillaron y la muchedumbre huyó presa del pánico. Algunos policías avanzaron deprisa y golpearon a los manifestantes hasta derribarlos al suelo antes de arrestarlos. Un policía se lanzó sobre Teresa, pero mi padre la agarró y la obligó a ponerse detrás de él. Desapareció entre la multitud.

Los soldados dispararon al aire de nuevo.

—¡Dispérsense! —ordenó a gritos el capitán general—. ¡O los próximos disparos no serán por encima de sus cabezas!

Su aviso hizo que las madres reunieran a sus hijos y volvieran precipitadamente en dirección a las Ramblas. Papá nos agarró a Ramón y a mí y corrimos hasta quedarnos sin resuello.

Nos detuvimos un momento en una esquina. Me temblaban las piernas. A Ramón le castañeteaban los dientes, a pesar del calor que hacía. Varias personas que también habían escapado del puerto se congregaron a nuestro alrededor e intercambiamos miradas. Las autoridades habían disparado contra nosotros y nos habían aterrorizado, pero un infierno corría por nuestra sangre. Habíamos visto la alarma que podíamos provocar en nuestros enemigos cuando actuábamos todos juntos. Tal vez no éramos tan impotentes como pensábamos.